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miércoles, 11 de noviembre de 2015

Madrid años 30: el antiguo Hospital de la Princesa

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Las memorias que dejó mi abuelo y en las que se inspiran la novela "La Casilla de Guadarrama" y este blog hablan bastante del hospital de la Princesa. Allí ingresó su hermano Manolo, el joven que aparece en la portada del libro, y allí fue tratado de la tuberculosis que padecía.

Sabemos que actualmente es hospital universitario perteneciente a la Comunidad de Madrid y se encuentra en el Barrio de Salamanca ¿pero dónde estaba el hospital de la princesa en 1936?

Imagen aérea de Google Earth con marca de posición
El hospital fue inaugurado a las diez de la mañana del 24 de abril de 1857 en el Paseo de Areneros, hoy calle de Alberto Aguilera. Se construyó en memoria de la Infanta Isabel ("la chata") tras haber salido ilesa junto con su madre de un atentado años antes. La apertura oficial de este centro no estuvo exenta de polémica, ya que la prensa de la época recoge el malestar de algunas personalidades relevantes que contribuyeron a su creación y no fueron invitadas al evento, así como comentarios a pie de calle de ciudadanos que apenas pudieron ver nada de la ceremonia después de haberse sostenido la obra con fondos públicos. Así lo recogen el diario Crónica Hispano-americana y La Iberia.

También recoge el diario La España, el 12 de mayo de 1857, el reparto que hizo la reina de donativos con motivo de esta inauguración, por un total de 20.000 reales. La administración de los mismos corrió a cargo de Sor Francisca Moriones, superiora de las H
ermanas de la Caridad, que atendían el centro, y que fue rigurosamente asignado a solteros, viudas, huérfanos, enfermos con hijos a cargo, etc.

Aunque en sus orígenes no fue gratuito totalmente sino que se le asignaba una pequeña aportación a cada enfermo, según recoge detalladamente la web Fotomadrid, en 1931 se publica una orden firmada por Maura en la que se establece para este hospital el nuevo nombre de Hospital de la Beneficencia General.

Durante la guerra civil fue trasladado al Colegio del Pilar bajo el nombre de Hospital Nacional de Cirugía, pues el inmueble fue usado como cuartel republicano. En esta etapa se destruyeron los archivos del centro, y con ellos el expediente de nuestro protagonista Manolo. Mucho he rastreado las memorias de mi abuelo en busca de más datos de esta historia, pero poco más he encontrado que lo que podéis leer en la novela y también los episodios que relatamos en el blog.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Cápsulas del tiempo

Plaza de Jesús (Madrid)

No sé vosotros, pero yo a veces sueño con encontrar por la calle un puesto lleno de botellas de cristal. Imaginemos que cada una contiene un momento, una circunstancia o una persona de nuestro pasado. Seguro que coincidimos en que algunas no las abriríamos jamás. Pero ¿no sería maravilloso poder abrir otras y revivir por un momento aquel instante de felicidad, aquel recuerdo o aquella vivencia?

Mi pasión por las cápsulas del tiempo viene de lejos. Suelo usar como marcapáginas notas, entradas de algún espectáculo o recortes de prensa o revistas. Pasado el tiempo impresiona encontrar algo con diez o veinte años de antigüedad y recordar en qué momento pasamos por aquellas páginas.

Hace unos meses tuve la oportunidad de viajar a principios de siglo. Sí, fue gracias a esta novela precisamente, "La Casilla de Guadarrama". En ella se habla de la antigua imprenta Mercurio, ubicada en la madrileña Plaza de Jesús. Allí transcurrieron años felices para mi abuelo y su hermano Manolo, también alguna vivencia más dramática que se recoge en las páginas del libro. Cada rincón del viejo Madrid que recorrimos resultó ser una auténtica cápsula del tiempo: casas de principios de siglo, bares de época, hoteles centenarios.

Mi abuelo describió con precisión de notario el espacio en aquel sótano. Su pequeña puerta se cerró para ellos en julio de 1936. Bien, pues casi ochenta años después, la puerta volvió a abrirse ante nosotros. 
Entramos en aquel edificio con la piel de gallina y lágrimas en los ojos. Quienes allí se dejaron unos cuantos años de su vida ya no están, pero pudimos -por una auténtica casualidad del destino- bajar aquellas escaleras, traspasar aquella puerta y ver lo que fue la vieja imprenta. Aquel espacio, su suelo, los ventanucos, el estrecho local de techo bajo, su ambiente... 
La casualidad quiso que la realidad se impusiera a la ficción y todo cuanto cuenta la protagonista la novela resultó cobrar vida y parecerse bastante a lo soñado. A veces me pregunto si la literatura tiene realmente límites.

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domingo, 30 de agosto de 2015

Pasando de largo por la vida


Desde que encontré aquellas viejas memorias en el fondo de un baúl no he parado de pensar en Luisa. Una mujer de principios de siglo, que pasó de la niñez a la madurez de un salto como hacían nuestras abuelas. Vivió el horror de la guerra en su entorno y también en su corazón, pues vio enfermar a su novio de tuberculosis, y aún así no se apartó de su lado. 

Hoy he soñado con Luisa. Alguna voz dentro de mí me desvelaba su año de fallecimiento. ¿Será verdad o locura? Después de buscar su rastro en las cajas de fotografías familiares, de tratar de hallarla con solo un nombre propio y una escasísima referencia en los papeles que dejó mi abuelo. De buscarla por todos los puestos del Mercado de Antón Martín, donde su padre tuvo un negocio. De perseguir su fantasma por el viejo barrio de las letras. De buscar sus ojos en algún descendiente por la Plaza de Jesús, la iglesia de Medinaceli o la calle Atocha.

Estoy convencida de que ella ya no estará, pero quizá algún día sus hijos o nietos lean esta novela y la reconozcan en sus páginas. Quizá decidan escribirme y contarme algún recuerdo. Quizá ella dejará también entre sus cosas alguna fotografía o alguna vieja carta. O quizá quede solo siempre en el recuerdo de quienes alguna vez supimos de su existencia, como tantas vidas, como tanta gente. Pasando de largo por la vida y borrando su propio rastro.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Booktrailer de la novela "La Casilla de Guadarrama"

¿Os gustan las historias de intriga? A nosotros nos apasionan, por eso nos encanta esta novela, basada en hechos reales y ambientada en Guadarrama, Madrid, Ribadeo, Venecia, Oporto, Dublín y Zug.

La protagonista descubre unas viejas memorias escritas por su abuelo en los primeros días de la guerra civil española e inicia una investigación que le llevará a descubrir, capítulo tras capítulo, más de una veintena de cosas que no conocía y que son determinantes en su historia familiar.

Aquí tienes el booktrailer de la novela, sus claves en 30 segundos.


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viernes, 31 de julio de 2015

Humor en tiempos de guerra: los cánticos y el partido de fútbol

La guerra civil fue una brecha que rompió España en dos mitades, causando profundo dolor a prácticamente todas las familias. Mi abuelo la vivió de lleno, y la dejó por escrito en sus memorias de las que ahora recojo varios fragmentos. Pues releyéndolas una y otra vez me llaman la atención varios episodios que revelan el hartazgo de las tropas durante los tres años que duró la guerra y, sobre todo, que la humanidad y las ganas de vivir están siempre por encima del odio y las ideologías. 

La mula
Verano del 37, Gózquez (Pinto). "Llegué allí a lomos de mi caballo. Me dijeron que no me bajara, sino que fuera por la carretera camino del cruce de Pinto a ver si veía un mulo que se les acababa de escapar y lo traía de vuelta. Pronto vi al mulo que corría por el olivar, con dirección a Valdemoro. Corrí cuanto pude tras él, y cuando ya había logrado hacerle cambiar de dirección, mi caballo tropezó y se derrumbó de cabeza al suelo, haciendo que yo saltara por los aires y me diera un fuerte golpe. Estuve un rato aturdido, mientras el carajo del caballo se levantaba y comenzaba a mordisquear unas hierbas. Pronto vi cerca, en una pequeña vaguada, al mulo paciendo tranquilamente. Solté al caballo y dejé que se acercara, y al momento estaban los dos paciendo, espantando las moscas con el rabo. Agarré un puñado de hierba y me acerqué hasta que cogí la brida del caballo y até al mulo para llevarlo de vuelta a Gozquez".

Los cánticos
Año 37, Cerro de los Ángeles (Getafe). "Me enteré de que a pocos kilómetros venía la sección mandada por el sargento Mozo, al cual había conocido. Lo vi venir a lo lejos, así que como ya oscurecía monté el caballo y me puse a esperarle en una curva. Cuando se acercaba, le grité "A ver ese cabo, mande a la gente que se ponga el casco y lleve el fusil en posición de suspendido, que está usted en el frente no en el Campo Grande de Valladolid". El sargento se acerco y me dijo "Maricón, desgraciao. No te había conocido, tú eres el sargento Echevarría". Venían preocupados, con kilómetros a las espaldas. Los cabos montados en mulos, y los demás a pie. Con botiquines de campaña, cargas de camillas, artolas o sillas de evacuación, de las que se colgaban a lomos de un burro y que podían llevar dos heridos. A lo lejos sonaban las ametralladoras y les grité "venga chavales, que ya estáis en casa". "¿Se puede cantar, mi sargento?". "Allá tú, si te viene un pepino del quince y medio por encima igual te manda a cantar sobre los luceros...".

Intercambios en el frente
"Esto del intercambio de prensa, tabaco o papel por azúcar o café era cosa corriente en el frente en aquellos días de la guerra. Un día, incluso llegó a concertarse un partido de fútbol entre las dos líneas. Pero el mando, que veía que aquello igual terminaba abrazándose unos a otros, enseguida prohibió aquella confraternización...". Un día un muchacho asturiano había venido a nuestras líneas a cambiar prensa y tabaco. Y le pidió al oficial que mandara una carta que traía escrita para su familia, que estaba en zona nacional. Charlando con nosotros, reconoció que tenían la guerra perdida por falta de organización. Que mandaban más los políticos que los jefes militares. "Quédate, para que vas a volver con ellos -le dijimos". Pero nos respondió "porque dí mi palabra de volver, y vuelvo".





jueves, 30 de julio de 2015

Novedades literarias: última estación Zug (Suiza)

En Zug puedes encontrar cualquier cosa, pero sobre todo tranquilidad. Está a orillas del lago que lleva su mismo nombre, con un precioso fondo de montañas y puede regalarte decenas de postales de casas con sus vigas de colores a la vista. Está cerca de Zurich y Lucerna, y al margen de ser conocida como paraíso fiscal o la ciudad sin paro era el perfecto capítulo de cierre para nuestra historia. 

Y es que esta pequeña ciudad tiene rincones increíbles. Sus habitantes pasean junto al lago al atardecer y ven ponerse el sol sobre las mismas aguas. Los restaurantes se afanan en atender a los pocos turistas que por allí se pueden ver, en casas que llevan en pie unos cuantos siglos. Sus fuentes, sus plazas, sus calles empedradas o el hotel Ochsen, un edificio del siglo XVI que realmente impresiona, son solo una pequeña parte de las experiencias que puedes vivir allí, como las vivieron nuestros protagonistas. 

"La casilla de Guadarrama" es una novela de intriga que arranca en la actualidad e investiga la trayectoria vital de un joven cabo sanitario en el Madrid de los años 30. Su paso por el frente de Guadarrama -en pleno arranque de la guerra- y sus escritos posteriores, llevan a la protagonista a una serie de hallazgos sorprendentes. 

Esta es precisamente la última estación de una intensa búsqueda que pasa también por Ribadeo, localidad natal de aquel militar, y varias ciudades europeas como Oporto, Dublín y Venecia. Pero la novela centra su último capítulo en Zug, donde se esconde algo que ha permanecido oculto durante demasiados años. Si aún no lo has descubierto y quieres comprar esta novela puedes hacerlo aquí.

domingo, 21 de junio de 2015

Primer Capítulo de la novela de intriga "La Casilla de Guadarrama"

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La casilla de Guadarrama

No recuerdo si escuché primero el sonido del teléfono o el trueno que siguió al rayo. Las tormentas en Madrid siempre te pillan por sorpresa. Aunque estés a cubierto. Las malas noticias tienen la capacidad de recorrerte por dentro desde la cabeza hasta los pies, taladrándote el estómago. Pude oír la voz de mi padre, la abuela había fallecido. Con las primeras gotas de la tormenta una sombra negra recorrió de extremo a extremo el comedor de casa, pasando por la pared, los cuadros, la librería y desapareciendo a lo lejos por la ventana. En ese preciso instante, me pareció también oler esa mezcla de colonia Álvarez Gómez y laca de pelo, que me resulta tan familiar y que conservo desde niña. Lo que no sabía en ese momento era lo que iba a suceder en los próximos días.
***
Hacía un día de calor y brisa suave en Alicante. La recién renombrada Explanada de España se mostraba repleta de gente que buscaba la sombra de las palmeras. Aquel joven soldado gallego llamado César no se lo pensó dos veces. Iba junto a su amigo, cuando un obrero con una enorme escalera bloqueó el paso a dos guapas alicantinas, aprovechó la ocasión para entablar una conversación con ellas, y entre chiste y broma las invitó a un helado. Con dieciocho años una mujer de postguerra sabía bastante más de la vida que con unas cuantas décadas de hoy en día. Al margen de estereotipos, dejarse robar el corazón en una mañana de domingo por un auténtico desconocido solo formaba parte del juego al que jugamos los adultos con verdadera veneración. Enamorarse es eso, o no, y muchas otras cosas.
***
Las lágrimas brotan poco a poco cuando la vida viene a imponer su ley más antigua. Coger el bolso, meter un par de cosas en cualquier maleta y echarse a la carretera es parte del ritual de quienes nunca están donde tienen que estar. Madrid es eterno siempre en lo que a tráfico se refiere, pero aquel día me pareció especialmente infernal. Lo mismo que debas hacer tú lo habrán decidido cientos de miles de madrileños, sea lo que sea, y cuando vienes de una ciudad pequeña eso tarda un tiempo en asentarse en tu visión del mundo.
La A6 es como un bálsamo. Cuando logras alcanzar Villacastín comienzas a sentirte fuera de peligro. Después, la sequedad y simetría de las tierras castellanas –hace muchos años que entendí a Azorín– va curando muy lentamente las heridas. Los campos infinitos trabajan la paciencia, y los lejanos pueblos con su campanario y sus cigüeñas te teletransportan a una realidad en la que todo permanece siempre estable. Difícil parece estresarse en Castilla, donde el dolor se seca al aire de la meseta y los árboles parecen trazados con tiralíneas. Pedir un café en un bar castellano es para un gallego un ejercicio de valentía, cuando comprendes que no están enfadados contigo sino que son así, estás ya en un terreno mucho más cómodo.
De niña me impresionó el color rojo de la tierra de León. Poco después me enamoré de los versos de Antonio Colinas y cuando pude ver Pentavonium de cerca comprendí que los castellanos tienen pocos árboles, montañas o ríos que versar y se conforman con la belleza de cuatro cantos rodados. Pero Castilla cura, de eso no tengo ninguna duda. Quizá por eso decidí salir de la autovía en Villafranca, aparcar, y recorrer de una carrera los escasos metros que van desde el parque hasta el primer bar que encontré en el que pude tomar algo caliente. Siguiendo un cartel y una flecha encontré el mejor caldo que he probado en mi vida, en uno de esos lugares donde te pones colorado del contraste térmico entre la temperatura exterior y el calor de una estufa de leña. Apenas terminé el caldo, seguí mi camino.

La carretera a Ribadeo por Meira siempre me ha resultado fascinante. Empieza llana discurriendo entre las casas, como todas las carreteras en Galicia, y se va internando en un cañón de exclusiva naturaleza. Meira parece un pueblo en el que el tiempo se hubiera detenido para siempre, con su plaza y la iglesia, y esos supermercados pequeños pero que sorprendentemente tienen de todo. La lluvia caía intensamente cuando llegué a A Pontenova, y apenas se veían las chimeneas de la antigua fundición. Cuántas veces habré recorrido ese camino, por las antiguas vías férreas, hasta Abres. Un entorno increíblemente bello que ahora estaba gris y plomizo.
***
La mañana era clara y luminosa siempre en los veranos de mi niñez, en la casa familiar de Ribadeo. Sus cinco habitaciones rezumaban actividad cuando todos nos poníamos en marcha cada mañana, a comprar, a pasear, a la playa, o a navegar en el viejo bote de mi abuelo. Precisamente debía arreglarse él para esta faena cuando al otro lado de la puerta, mientras se afeitaba, se le oía cantar con su característica voz “La bella Lola”. Al poco salía, oliendo a esa mezcla de anís y lavanda que preparaba él mismo. Y mientras se tomaba el café seguía cantándole su canción a mi abuela mientras ella movía la cabeza como diciendo “Este hombre…”. Al abuelo le encantaba cantar y a la abuela le entusiasmaba ver aquella vieja casa repleta de nietos.
***
Fue providencial ver la última curva de la carretera, sobre la Villavieja, porque las lágrimas ya no me dejaban conducir. Al fin llegué al pueblo donde en todos los entierros llueve a dolor. Mi padre solía decir que allí “os vellos morren todos no inverno”, mi abuela se reía pero a ella, una apasionada del verano, las flores y la luz –como buena valenciana– también tenía que pasarle así.
-       Menos mal que has llegado, con la que está cayendo.
Apenas pude ponerme a saludar fui recorriendo con la mirada a esos heterogéneos grupos familiares donde uno hace de tripas corazón, otra apaga su dolor entre los fogones o preparando camas, otros desaparecen… Yo siempre he sido de las que me arrimo al calor familiar, que es muy reconfortante.
Enseguida sobrevino la noche y la casa se apagó, para respetar el descanso del entierro la mañana siguiente. Soy bastante noctámbula así que busqué aquel viejo álbum de fotografías de tapas blancas, amarilleadas por el paso del tiempo. Los bisabuelos siempre tienen esa mezcla de cara de susto y ojos bondadosos en las fotos antiguas. Desde luego que debe asustar casarte a los 18 y con lo puesto, y que empiecen a venir niños y que además vivas en un ambiente de preguerra.
***
Era otoño en el camino de O Xardín. Una alfombra de hojas cubría el sendero hasta el pueblo. Manolo y César corrían saltando los charcos con sus zuecas de madera. Las horas del día no llegaban cuando con doce y catorce años tenías que salir a ganarte unas monedas para llevar a casa. César se dirigía a la botica en la que ayudaba y aprendía a preparar ungüentos, repartía las medicaciones que le indicaba el farmacéutico y hacía recados. Manolo a la imprenta donde se tiraba un pequeño periódico local que él debía repartir puerta por puerta. Llegaban tarde de nuevo pero, como por costumbre, se detuvieron ante aquel caserón indiano de contraventanas color azul clarito.
-          Qué haces Manolo, te va a reñir don Evaristo, sabes que no le gusta que el reparto se retrase, le vas a fastidiar la partida de dominó como siempre.
-          Cesarín, ven aquí conmigo.
-          Sí hombre, poco te conozco yo.
-          Ven –le pasó la mano por los hombros– ¿ves esa casa?
-          ¿La de los Queiruga? Claro, la tengo delante…
-          Pues algún día, será mía. Y te invitaré a comer un buen cocido en el comedor del jardín.
César miró a su hermano mayor con una mezcla de orgullo y benevolencia. Tenía la cabeza llena de pájaros. Le metió un buen empujón e iniciaron una carrera separándose al llegar a la altura de la capilla de San Roque.
***
Pasé las páginas de aquel álbum con media sonrisa esbozada. Mi abuela parecía Ava Gardner sobre la proa de la lancha con esa pañoleta de lunares cubriéndole la cabeza. Me sobresalté cuando el reloj de cuco de la pared del salón dio las cuatro. Miré hacia la puerta y volví a ver la sombra. Pasó lentamente desde la pared a mi lado y desapareció escaleras arriba. Contuve la respiración y miré hacia el armario abierto. Me levanté, lo cerré, y volví a tomar el álbum. De pequeña me asustaban los armarios abiertos, así que decidí dejarlo abierto cada noche para acostumbrarme. Pero con los años volví a cerrarlo por cuestiones de orden.
Cuando volví la vista a las viejas fotografías me fijé en una foto del abuelo de pequeño. Estaba con sus hermanos Manolo y Quica, tres años menor que él. Posaban un día de fiesta, pues iban vestidos de “domingo” ante una casona indiana, de esas que abundan tanto en la Mariña Lucense y que personalmente siempre me han fascinado. La casa era de tres plantas y tenía un pequeño mirador arriba, como saliendo del tejado, rematado en pico. Sus paredes eran blancas y tenía unas contras de color azul clarito. Las puertas estaban abiertas y en ese momento salían varios niños de la casa, con un aro y una muñeca. “Vaya contraste”, pensé.
-          ¿Dónde encontraste esa foto?
Escuché a mi lado la voz de mi padre que se había levantado a por un vaso de agua y de nuevo me sobresalté.
-          Qué susto, papá. Estaba aquí en el álbum familiar del abuelo.
-          No recuerdo haberla visto nunca. ¿Seguro que estaba aquí?
-          Sí, claro. ¿Dónde sino? Y además está bien pegada…
-          Alguno de tus hermanos debe haber estado revolviendo por aquí.
-          Es la casa de la entrada del pueblo, ¿no?
-          Sí, la de los Queiruga. Ahora está abandonada pero mira, en la foto, qué bonita estaba.
-          Me encanta el mirador. Y me encantaría verla por dentro.
-          De niño entré varias veces. En mi clase estudiaba un sobrino de ellos que estuvo viviendo aquí, sus padres tenían una casa en la montaña, y habían estado muchos años en América con el resto de la familia. Hicieron fortuna allí.
-          Deben de tener unos desvanes increíbles –no sé si lo pensé o llegué a decirlo en alto…
Siempre me fascinaron las casas antiguas, con grandes trasteros, donde seguramente se podrían encontrar tesoros sorprendentes. Supongo que son las consecuencias de haber crecido devorando libros de Enid Blyton, especialmente la saga de los Cinco, o la colección entera de Los Hollister, de Andrew E. Svenson. En Galicia abundan las casas abandonadas en zonas rurales, supongo que sus herederos tienden a despreciar todo lo que hay allí. Siempre me entra sensación de desasosiego al ver objetos cotidianos que seguramente alguien guardó como un tesoro tirados entre los escombros. Fotos, papeles, pedazos de la historia familiar que acaban en un contenedor de basura porque, simplemente, en los reducidos metros cuadrados con que contamos en los pisos y apartamentos, es imposible conservarlo todo.
La mañana amaneció fría y gris. La humedad de Ribadeo hace que el viento te deje tiesa si no llevas un buen abrigo, así que me puse mi viejo plumífero de los viajes y salí hacia el pueblo. En casa había demasiado barullo. De camino a la calle San Roque me detuve casi sin pensarlo frente a la casona de los Queiruga. Las oxidadas puertas del jardín estaban abiertas de par en par y había huellas de coche sobre la hierba. Sin embargo la casa estaba cerrada a cal y canto, y uno de los laterales completamente lleno de hiedra. En el jardín, el viejo cenador de forja aún estaba en pie. Curioso después de tantos inviernos de temporal y lluvia. “Estos indianos son la leche” pensé “como si aquí en Ribadeo fuera posible cenar a la luz de las velas sin quedarte helado, incluso en el mes de agosto”. Casi estaba retomando el paso cuando me fijé en una ventana del piso superior y me pareció ver a alguien, al momento, la cortina se movió y la figura –si es que llegué a verla– desapareció.
Seguí caminando entre los charcos y observé cómo el pueblo aparecía desierto a esas horas de la mañana. A las primeras personas me las crucé a la altura de las cuatro calles, tampoco demasiadas, y al doblar hacia la iglesia y llegar a la puerta de la cafetería Linares ya se notaba más bullicio. Como de costumbre, el local estaba lleno aunque fuera reinaba el más completo de los silencios. Pedí un cartucho de churros y un envase portátil con chocolate. Pagué y me fui con aquel “tesoro” calentándome las manos. No es que estuviéramos para celebrar nada pero cuando tienes un disgusto a veces hay que rehacerse al calor familiar, y qué mejor que un desayuno energético para dar el último adiós a la mejor abuelita del mundo. 




1.       EL HALLAZGO
Eran las cinco de la tarde cuando –siguiendo la tradición– llovía con furia sobre el pequeño grupo de familiares y amigos que acompañábamos a mi abuela caminando, como se hace en los pueblos, desde la iglesia parroquial hasta el cementerio. Recordé que también llovía a cántaros en los cuatro o cinco últimos entierros. La vida sigue doliendo mientras los buenos se van y nos quedamos los mediocres, o a los que aún nos queda un rato que aprender. Esas palabras y esas oraciones que reza el sacerdote sobre el cadáver se te graban a fuego y te torturan con mil recuerdos maravillosos, cuando te toca de cerca. Y aquí nos tocaba a todos a dolor.
El resto del día fue triste y con esa sensación de no saber qué hacer porque nada te parece suficientemente importante como para quebrar ese duelo. La familia se fue dispersando dejando esa sensación agridulce, a algunos nunca los ves y siempre que lo haces es para enterrar a alguien y por lo general con poco tiempo. Así que por una de esas casualidades de la vida y por ser demasiado tarde para volver a Madrid me quedé en la casa de mis sueños, aquella que había colmado mi infancia de felicidad, yo sola.
Así se hubieron marchado los últimos, me dediqué a vagar por la casa buscando una ocupación indefinida. Saqué unas sábanas, estornudé un rato largo debido a mi dichosa alergia a los ácaros, me tomé un antihistamínico y puse la tele. Tanto silencio me estaba pesando, y a cada momento me parecía oír la voz de la abuela o a mi abuelo cantándole cada vez que ella andaba cerca. Ya no lo sé. Siempre he pensado que cuando mueres te vas a algún recóndito lugar con tus seres queridos, y los abuelitos llevaban casi veinte años separados pues mi abuelo había fallecido repentinamente en el año 93.
Rebuscando entre las cosas de la abuela encontré una cajita con una llave. La probé en todas las cerraduras que se me fueron ocurriendo, armarios, muebles, hasta una vieja caja de música, pero no hubo suerte. Me la metí en un bolsillo y bajé al comedor. Volví a estremecerme cuando el reloj dio las nueve así que me subí a una silla y paré el péndulo del dichoso reloj. Ya solo me faltaba estar toda la noche escuchándolo dar las campanadas cada hora.
De repente me di cuenta de que no había absolutamente nada que cenar en casa, así que busqué desesperadamente el teléfono del Pizzbur, empezaba a tener bastantes ganas de una de sus famosas pizzas de huevos rotos, si no las habéis probado os las recomiendo. Al fin encontré un folleto guardado en el cajón de las guías telefónicas, algo que ya no se usa pero que mi abuela guardaba cada año con particular devoción.
Junto al teléfono encontré otra cajita de madera en la que probé la llave, pero nada.
Empezaba a hacer bastante frío, mi padre había dejado “desconectadísimas” todas las estufas de la casa en su particular ronda de despedida. Suele hacerlo, quede alguien en casa o no, o por si acaso. Así que busqué la vieja estufa de butano, esa que da una llamarada de infarto al encenderse y puede quemarte las cejas si no te apartas como un metro. No arrancaba así que moví la bombona como le había visto hacer a mi madre, con una falta de respeto absoluto por el gas butano, cosa que nos había causado ya algún pequeño susto familiar. No pesaba mucho así que salí al patio jurando en arameo y busqué desesperadamente otra bombona, mientras lo hacía, la voz de mi abuela sonaba en mi cerebro alta y clara “Nenes, cuando se acaba una bombona hay que pedir otra…” Y tanto, en la casa de tócame Roque no había otra bombona llena sino un par de ellas vacías. En mi desesperada búsqueda por el chabolo me topé con el viejo baúl del abuelo.
Mi abuelo era militar y como familia de militares la infancia de mi padre y mi tía había transcurrido de pueblo en pueblo, y de ciudad en ciudad. En aquellos tiempos no se habían inventado las maletas normales y corrientes y viajaban cargados con pesadísimos baúles. Eso o algo así pensaba yo de niña cuando veía en cada esquina de la casa un enorme baúl de madera que ya de por sí pesaba un quintal. Las mudanzas debían de ser la pera en la España de los 50 y 60. De repente recordé la llave y en ese momento oí el timbre de la puerta sonar con furia. Quizá desde allí no lo había oído así que salí corriendo hacia la entrada.
-          Un momento –grité.
Al parecer mi padre también había cerrado con todos los pestillos posibles la puerta así que corrí por mi bolso y después de sacar cuatro juegos de llaves salió el último, el de la casa de la abuela. Cuando conseguí abrir la cara del repartidor de la pizzería ya era no era tan amigable, así que le sonreí para contrarrestar y le dije que se quedara con el cambio. No suelo hacerlo, pero en la mayoría de las novelas y películas lo hacen, así que me animé.
Mmmm, aquello olía de maravilla así que corté un trozo y volví al trastero a examinar aquel baúl. Pensaba que sólo contenía el traje militar del abuelo, y algunos recuerdos, no creía que la abuela pudiera guardar la llave con tanto empeño. El baúl estaba claramente abierto y la llave no encajaba así que mi gozo en un pozo. Empecé a revolver, y a estornudar. Corrí a por mi inseparable paquete de clínex y volví con una bufanda atada a la nariz y la boca, el único modo posible para una alérgica como yo de rebuscar entre cosas llenas de polvo.
Efectivamente el uniforme militar del abuelo, el sable, las botas y algunas medallas viejas, ganadas posiblemente con gran tesón, estaban por allí. Oí sonar el móvil y corrí de nuevo hacia la cocina.
-          Hola papá. ¿ya habéis llegado?
-          Hace un rato, había niebla en Mondoñedo y tuvimos que abandonar la autovía para ir por la nacional. Mañana cuando salgas ten cuidado. Ya sabes dónde tienes que desviarte, ¿no?
Antes de que volviera a explicarme con precisión la ruta que debía seguir le recordé que pensaba ir por Meira, más directa y más tranquila.
-          Ah bueno, es verdad, que tú siempre vas por el otro lado. ¿Te has comprado algo para cenar?
-          Sí, he pedido una pizza. Por aquí no había nada que echarse a la boca.
-          Bueno, por la noche cierra bien todas las puertas…
-          Sí papá. No te preocupes. Oye sabes que la abuela tenía una llave en el cajón de la mesilla y no encuentro de qué es.
-          Sabe Dios. Ya sabes que le encantaba guardarlo todo y luego se fueron tirando cosas…
-          Estaba mirando en el baúl del abuelo, pero también estaba abierto.
-          Ahí no hay más que polvo. Te vas a poner fatal de la alergia…
-          Ya.
-          Bueno, pues mañana hablamos.
-          Sí, os llamo al llegar a Madrid.
-          Venga, chao.
Mi padre tenía una técnica muy depurada para acabar siempre las conversaciones abruptamente, así que no intenté indagar más sobre el tema del baúl.
Cogí otro trozo de pizza y volví al chabolo, había empezado a llover. Al levantar la segunda capa de cosas encontré una caja metálica bastante grande. La levanté y miré la cerradura. La llave encajaba así que volví a la cocina. Al poco de entrar se oyó un trueno y, como también era habitual en el pueblo, la luz tembló. Temí quedarme a oscuras así que busqué una vela. Revolví todos los cajones del comedor, luego los del salón y nada. Al final eché mano a un quinqué decorativo, con una especie de vela aromática y cogí las cerillas de la cocina. Abrí la caja, después de pelear un rato con la cerradura, y me sorprendió ver dentro un montón de folios escritos a máquina, la inconfundible Olivetti de mi abuelo. Como tenía tan mal pulso, se había habituado a escribir todo con aquella máquina que llevaba de aquí para allá entre sus pertenencias. Los saqué. Estaban unidos por unas grapas y algunos se veían bastante deteriorados por la humedad.
Tuve el impulso de volver a llamar a mi padre para hacer alguna pregunta sobre el asunto, pero algo dentro de mí me hizo decidirme por empezar directamente a curiosear. Luego ya preguntaría.
Volvió a sonar el móvil. “Mamá”. Posiblemente a mi madre le faltaba información tras la llamada de mi padre o bien había quedado alguna cuestión sin matizar como “tómate algo caliente” o “abrígate bien por la noche”. Las madres no pueden escapar de la idea de que son madres al fin y al cabo.
-          Hola mami.
-          ¿Qué tal te has quedado ahí tu solita?
-          Bien, no te preocupes.
-          ¿Tenías algo para cenar?
-          No pero ya me pedí algo por teléfono, y mañana desayunaré en algún lado y ya salgo.
-          Bueno, ¿estás bien?
-          Sí mami. Te dejo que me quiero acostar pronto.
Era el único modo del colgarle el teléfono a una madre y me picaba la curiosidad con los dichosos folios escritos.
Cogí otro trozo de pizza y una servilleta para no manchar todo aquello. Había logrado encontrar una coca-cola sin caducar así que también tuve cuidado con el vaso, suelo llevar la fama de patosa y con razón. Comencé a leer…
Madrid
Debido a mi trabajo desde la juventud como mancebo en una farmacia del pueblo, cuando llegué para realizar mi servicio militar en Madrid fui asignado inmediatamente al cuerpo de Sanidad. Sabía poner inyecciones, hacer píldoras y pomadas y reconocer algunos preparados por el olor, lo cual en el ejército te capacitaba automáticamente para curar enfermos o ayudar a hacerlo.
Madrid era un hervidero social y político en aquellos años previos a la guerra por lo que seguía los consejos de mi hermano Manolo y trataba de que el día transcurriera sin meterme en líos.
Vivía en el cuartel de los Docks, entre las calles Pacífico y Comercio, y hacia la tarde, en el rato que tenía libre solía acercarme a la imprenta donde trabajaba Manolo a echarle una mano con el trabajo.
Comencé a leer con voracidad aquellas páginas amarillentas y de repente pasaban ante mis ojos escenas en blanco y negro, de dos hermanos jovencísimos sacándose las castañas del fuego en el polvorín que era aquella capital en los años 1934, 35 y 36. En aquella época donde no había paraguas familiar, y de padres labradores debían salir hijos hechos y derechos que frecuentemente dejaban el pueblo natal buscando un futuro. Así lo había hecho Manolo, el hermano del abuelo. Me estremecí al mirar para la pared del comedor y ver su viejo retrato, que mi abuelo había querido tener siempre allí y mi abuela había respetado en todas sus reorganizaciones domésticas. Poco más allá, sobre un viejo aparador, las fotos de todos los nietos, bodas, bautizos y comuniones y la pequeña foto de boda de mis abuelos. Dos jovencísimos audaces mirándose con pasión, que se casaron con lo puesto en un día de verano de la triste postguerra española.